viernes, 18 de abril de 2014

Recuerdo del dialogo



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Van pasando los días y no logro pasar de proyectos que se esfuman entre anhelos y abatimientos, presagios y sospechas. Debería pensar en cuentos, pues requieren menos tiempo y es más fácil arrimarlos al presente, a lo que está pasando. Anoche, mientras trataba de dormir, me rondaba la historia de dos amigos que los separa la política y vuelven a encontrarse en medio de ese cataclismo que, desde hace años, nos anuncia un terrible presagio: “Esto no tiene solución sino desenlace”.
Tratando de llegar a ese sutil grado de realidad que requiere la ficción, me hice una pregunta “¿Cuál sería ese amigo que ahora gobierna y sería capaz de ayudarme si intentaran maltratarme y a quien yo, a mi vez, protegería si todo se tornara súbitamente en su contra?” Las posibilidades fueron escaseando, tornándose cada vez más desoladoras, hasta llegar a esos vacíos que nos dejan inmóviles, rígidos, tratando de engañar al insomnio para que siga de largo y entonces poder soñar un poco.
Reinaldo Arenas cuenta que iba a su cama como quien parte a un largo viaje, con libros, pastillas, vaso de agua, lápices y cuadernos, para entregarse a “un mundo absolutamente desconocido, lleno de promesas deliciosas y siniestras”. Según una nueva teoría sobre la función de los sueños, parece que estos se gestan en una especie de basurero donde depositamos las imágenes que vamos desechando por ineptas, por engorrosas, por lo difícil que resulta digerirlas. Esta suerte de intestino mental explica sus extraordinarias combinaciones y aparente falta de lógica.
Nada más surrealista que la basura.
Yo soy una mejor persona soñando que despierto. Dejé atrás las épocas en las que me vengaba de quienes me habían hecho mal con unos poderosos puñetazos de anime que nadie lograba esquivar, pero hacían poquísimo daño. Ahora soy más contemplativo, menos rencoroso. Supongo que la práctica de soñar por tantos años me ha enseñado que no conviene tener demasiadas expectativas.
Con Chávez soñé varias veces. No fueron episodios tensos pero tampoco distendidos. Siempre estábamos alrededor de una mesa, no tan grande como para un diálogo de paz ni tan pequeña como para jugar dominó. Yo siempre estaba a punto de decir algo importante, una opinión que podía cambiar el destino de Venezuela, y debía soltarla de una manera casual, amistosa, sin nada de prosopopeya. Jamás lo logré; apenas comenzaba a hablar, despertaba.
Maduro, en cambio, ni siquiera se ha asomado a mis sueños más concurridos. No podría  explicar las razones de su ausencia. No tengo prejuicios ni podría tenerlos a la hora de soñar. Sólo me atrevo a suponer que le falta foco, mitología. Dicho de otra manera: para soñar con Maduro, prefiero hacerlo con Chávez. En cambio, anoche, cuando por fin logré dormirme, apareció Diosdado de improviso.
Hace poco un amigo me contó una anécdota sobre Dalí. Unos periodistas le preguntaron cuál sería su próximo proyecto. Contestó que se disponía a pintar la imagen de Dios. Alguien le dijo que iba a necesitar un lienzo muy grande y Dalí explicó: “Pues no, contrario a lo que algunos suponen, Dios es más bien pequeño”. En mi sueño, Diosdado era una persona bastante normal. Sólo llamó mi atención una cierta contención e impaciencia en los gestos. Estábamos en una oficina improvisada que daba a una calle por donde pasaba mucha gente sin prestarnos atención. El mobiliario era tan escaso que yo era el único que estaba sentado. No hubo preámbulo ni justificación para el encuentro. De pronto, en medio de las muchas ocupaciones que mi personaje parecía tener, se percató de mi presencia, se agachó frente a mi y ordenó:
– ¡Abre la boca!
Me revisó la garganta sin usar ningún lente o linterna, con prisa de experto, y, sin darle mayor importancia al asunto, me dijo:
– Lo que tienes es una infección –y ya volteándose para revisar unos papeles en un escritorio, continuó su diagnóstico–. Yo, para eso, tomo …ilín.
En los sueños las palabras claves siempre vienen incompletas, así que no llegué a saber cuál era el remedio.
Después de desayunar me puse a buscarle un significado a mi sueño; una pérdida de tiempo, pues insisto en que sólo son el resultado de una mala digestión espiritual. Y sabemos que en estos tiempos es imposible digerir todo lo que se nos viene encima. Vivimos en un estado de atragantamiento crónico. Eso explica que amaneciera con la garganta inflamada y optara por la interpretación más evidente: mi dolor se debe a todo lo que está atascado, represado, pulsando por salir.
Allí subyace la violencia que ya ni siquiera en el mundo de los tristes durmientes me atrevo a liberar.
De los gobernantes que estaban presentes en el diálogo por una paz justiciera del 10 de abril sólo he conocido a tres. Dos a través de la literatura. Ya una vez conté como conocí a Jorge Rodríguez cuando ganó el concurso de cuentos de El Nacional. Parece que hubiera pasado un siglo de aquella cena en su casa con Oscar Marcano e Israel Centeno. Quizás sea ese pasado, cuando todo parecía acercarnos, lo que me hizo suspirar mientras lo escuchaba intervenir en el diálogo: “¿Quién soy yo para juzgarlo?”. La pregunta es parte de las palabras del papa Francisco, las únicas dichas por un sacerdote que me han hecho llorar desde los tiempos de mi primera comunión. Tienen mucho sentido, mucho peso, pues adverso a Jorge profundamente, ontológicamente, incluso literariamente por el manejo de palabras e imágenes que no creo se sientan a gusto en sus labios. Pero estaba ante quien quizás hubiera sido mi amigo, y hasta mi siquiatra, si nos hubiera tocado vivir en otro tiempo y no en éste, del cual él se siente dueño, señor y loquero mayor, clasificando cuál enfermo le cae bien y cuál le cae mal.
Una mañana mi esposa recibió una llamada de un capitán anunciando que José Vicente Rangel, quien entonces era Ministro de Defensa, me estaba buscando. Ya con eso ella entró en pánico y comenzó a planear cuál de sus hermanos iba a esconderme. Quizás hasta le emocionó el lado romántico de esa posible aventura. Cuando logró localizarme, la tranquilicé y llamé al número fatídico. Siempre recordaré con placer esa conversación que inicié con bastante aprensión: José Vicente quería hablar sobre mi novela Falke, que acababa de publicarse. Yo estaba solo en un carro, manejando con una mano mientras sostenía el celular con la otra, deseando que me parara un fiscal para decirle con voz de funcionario: “Estoy hablando con el Ministro de la Defensa sobre una tragedia militar”.
José Vicente, convertido en caraqueño que ama la literatura, me contó que Rafael Vegas había sido médico de alguien en su familia, con una dedicación que él nunca olvidaría. Años más tarde me invitó para una entrevista sobre la novela Sumario. Ese día le conté que lo había visto una vez en la cafetería del viejo Tolón, donde había llevado sus nietos. También parece haber pasado un siglo de esa vez que pensé en acercarme a conversar con quien entonces era un periodista que tenía mucho que contar, pero lo vi hablando tan gratamente con su esposa que no me atreví a interrumpir.
Después de la entrevista me llevó a un pequeño salón de Televén donde podríamos conversar sin cámaras ni micrófonos. Era mi gran oportunidad para revelar todo lo que sentía, pero surgió otra vez el recurrente dolor de garganta. La única propuesta que logré articular trataba sobre la necesidad de eliminar el automóvil en la ciudad. “La solución es el transporte público”, le dije como espichándome y, con esa patética petulancia que da el saberse perdido, agregué:
– ¡El carro es una invención peor que la bomba atómica! ¡Hay que quemarlos!
José Vicente me miró dudando de que tuviera sentido continuar nuestro diálogo y cerró la sesión diciendo:
– Eso tendría un costo político muy alto.
Si no pude expresar mis trascendentales opiniones en la mesa onírica y permisiva de los sueños, ni frente a la mesita de un salón de espera donde apenas cabían un par de tazas de café, debo ser comprensivo con quienes acaban de estar en la mira del país y sometidos a las inmoderadas viñetas del moderador Arreaza, pero no puedo evitar decir que el gobernador Aristóbulo Istúriz, una vez más, fue quien más me hizo sufrir.
Como suele ocurrir con los líderes políticos, él no me conoce, pero yo a él sí. Todo comenzó la única vez en mi vida que he trabajado para el gobierno. Fue cuando Aristóbulo era Alcalde del Municipio Libertador y mi labor duró apenas una tarde. En ese entonces, Tulio Hernández dirigía Fundarte e invitó a varios arquitectos a ver qué se podía hacer con la llamada Quinta Anauco Arriba. La casa estaba en plena restauración, pero ya venía el cierre de la campaña para las nuevas elecciones de alcalde y hacía falta inventar una suerte de inauguración.
En esos años mi simpatía por Aristóbulo era enorme. Recuerdo cuando dio la gran sorpresa y ganó la Alcaldía. Caminaba hacia el podio rodeado de sus seguidores, repitiendo una y otra vez: “Trabajo, hermano, trabajo”. Fue la primera vez que un vencedor anunciaba que el trabajo duro y constante sería su principal estrategia. Generó emocionantes expectativas. Nunca un gobernante ha recibido una ovación tan cálida en el Estadio Universitario durante un encuentro de Caracas y Magallanes.
Durante su administración se concibió uno de los planes más sensatos para darle a Caracas una vida urbana. Lo dirigía Farruco Sesto. La idea era rediseñar la ciudad en función de sus parroquias, de sus verdaderos barrios y unidades vecinales. Se invitó a un grupo de arquitectos sin fijarse en sus tendencias políticas sino en sus capacidades. Y a cada uno se le entregó el estudio de una parroquia para que definiera sus centros naturales, espacios públicos, potencialidades y carencias. Era la base de un plan destinado a una renovación similar a la que ha tenido Medellín.
Esa tarde de mi fugaz participación en el destino de la Alcaldía, le dije a Tulio que la única manera de hacer una fiesta en una antigua casa en plena restauración era haciendo un concierto nocturno con una música tan colonial que exija una iluminación de velas y antorchas, lo que equivale a cerrarle los ojos a la audiencia. Fue un éxito. Por lo menos la música.
Entonces vinieron las elecciones y Aristóbulo perdió contra Antonio Ledezma. Yo quedé enamorado de la Quinta Anauco Arriba y varias veces fui a visitarla. Se había paralizado la obra y la casa parecía como azotada por una guerra más que por un restauro. Una de esas tardes vi llegar a Aristóbulo. Lucía muy afectado por la derrota y caminaba lentamente observando la obra que ya nunca podría terminar.
Siempre me he arrepentido de no haberme acercado a saludarlo, a ofrecerle mi amistad y apoyo, a felicitarlo por todo lo que había propuesto y sembrado. Quizás le hubiera dicho que había hablado demasiado de “ciudadanos” y muy poco de “caraqueños”, que gobernó soñando con una ciudad idealizada y descuidando las necesidades inmediatas. Pero ese abandono de lo posible por lo necesario es un vicio aún más grave. Creo firmemente que toda necesidad es una posibilidad perdida, un reto que no ha sido comprendido, atendido.
No volví a saber de Aristóbulo hasta que fue Ministro de Educación de Chávez. Tenía la misma vitalidad, pero ya no la mirada franca de los hombres que manejan su propio destino. Gravitaba, a veces penosamente y alguna vez aceptando regaños, en torno al gran líder. Siempre me pregunté por qué me había impactado tanto su promesa de encarnar un liderazgo distinto, inaugural. Asomarse a la posibilidad de gobernar es ciertamente emocionante. Yo lo hice por una tarde y ya sentía que el destino de la Quinta Anauco estaba en mis manos. ¿En que habrá pensado Aristóbulo mientras caminaba cabizbajo y derrotado entre los escombros de una casa colonial, después de haber gobernado con pasión y justicia?
Años más tarde, leyendo los libros de Flavio Josefo, supe que el nombre Aristóbulo estuvo sometido a una maldición vinculada con Herodes. El primer Aristóbulo sacrificado por el rey de Judea, Galilea, Samaria e Idumea, fue el hermano de su adorada esposa. Se trataba de un joven de una belleza tan extraordinaria que fue codiciado por Cleopatra. Cuando Herodes se enteró de que Aristóbulo planeaba huir junto a su madre, ocultos en unas cestas que llegarían hasta un barco de Cleopatra, dejó que el plan continuara. Solamente cambió a los cargadores y los hizo dar vueltas durante toda la noche alrededor del palacio, susurrando cada tanto: “Tranquilos… ya casi llegamos”. A la mañana siguiente, las cestas llegaron al salón de audiencias y fueron abiertas ante toda la corte. Herodes los perdonó, pues les tenía preparado otro final. A Aristóbulo lo llevó a una gran fiesta en Jericó. Como hacía mucho calor, se fueron al borde de las grandes piscinas donde jugaban los criados. El propio Aristóbulo le pidió permiso al Rey para ir a nadar. Llegó la noche y continuaban jugando a sumergirse bajo el agua oscura y, como Aristóbulo era el centro de la fiesta, lo hundían más que a nadie, hasta que por fin lo ahogaron.
Herodes tuvo dos hijos: Alejandro y otro también llamado Aristóbulo. Cuando llegaron a la adolescencia, Herodes ya desconfiaba de todos y decidió que sus propios hijos lo traicionaban. Fueron llevados a juicio gracias al testimonio de unos eunucos. Después de escucharlos acusarse uno al otro, Herodes les dijo, como si fuera Salomón: “Hijos míos, bien se ve que uno de vosotros es culpable y el otro inocente, pero sólo ustedes sabrán quién debe ser perdonado. Serán llevados a una celda donde se ahorcarán uno al otro. El que sobreviva tendrá mi perdón y heredará este reino”. Los hermanos hicieron varios intentos, pero después de sofocarse y arañarse terminaban desfallecidos, por lo que Herodes no tuvo otro camino que ahorcarlos a los dos.
Nadie crea que comparo a Chávez con Herodes (aunque la imagen de los hermanos matándose tenga cada vez más resonancia). Lo que quiero extraer de esa antiquísima historia es una pregunta que día a día va perdiendo sentido: ¿qué hubiera sido de nuestro Aristóbulo si, en vez de plegarse a una figura titánica y absorbente, hubiera seguido con aquella luz propia, independiente, llena de gracia y humildad, deseos de trabajar e incorporar al otro? Comprendo que es una pregunta vasta y tendenciosa. Sería más justo estrecharla al evento que tanto me conmovió: ¿cómo hubiera actuado aquel héroe de los noventa en el diálogo del 10 de abril del 2014?
Ciertamente no habríamos auscultado un fondo de resentimiento que no se justifica después de tantos años en el poder. El Aristóbulo que vi caminando solo, en uno de sus peores momentos políticos, respiraba creatividad, aunque en esos días estuviera saturada de estupor y melancolía. Y la creatividad es la mejor medicina contra el resentimiento, pues llena el alma de presentimientos, de propuestas y proyecciones que dejan atrás el pasado. Es tan estimulante presentir lo que está por venir.
Desde esta perspectiva, no puedo evitar pensar en Caracas, un tema fundamental para Aristóbulo cuando fue alcalde. Hay ciudades llenas de presentimientos, capaces de ilusionarse, de imaginarse diferentes, de sorprenderse a sí mismas, de tener fe en que pueden cambiar. Pero existen también ciudades resentidas, incapaces de concebirse de otra manera. Suelen estar atascadas en el presente porque ignoran su pasado y, sobre todo, por temerle a su futuro. Su mayor condena no es lo que son, sino lo que juran ser y, peor aún, lo que creen que jamás podrán dejar de ser.
Caracas se ha convertido en un ejemplo casi pornográfico de resentimiento. Ya muy poco parece posible y renovador: todo resulta necesario y reiterativo.
Si Caracas parece temerle al futuro es porque el futuro le exige cada vez más. No creo que exista hoy una ciudad con mayor distancia entre lo que puede ser y lo que es. Este abatimiento lo exacerba el gobierno al sustentarse en un pasado remoto para afirmar y proyectarse y en uno reciente para negar y justificarse. Esta cantaleta se va tornando narcótica para quienes han sufrido demasiadas desilusiones y mentiras, y desconfían, con mucha razón, del porvenir.
El oficialismo se alimenta con tal pasión del pasado que no puede soltarlo. Así llega a constituir un futuro en forma de espiral que gira sobre sí mismo en un permanente resentimiento.
Explica Manuel García Pelayo que en la dinámica del resentimiento un ideal particular se convierte en una medida absoluta y general. Los adversarios a este ideal son los enemigos de Dios, de la Patria, del Pueblo… y quienes lo apoyan son los puros, los buenos, los que aceptan este ideal como el fin último al que debe tender el porvenir de todos. Plantear el futuro desde la perspectiva de un pasado mítico, separar continuamente a los malos de los buenos como si fuera un derecho divino, y utilizar la historia para justificar esta división es una estrategia que puede retroalimentarse una y otra vez hasta convertir el estancamiento en una fuente de poder y de aparente estabilidad.
No es casualidad que Aristóbulo haya circunscrito su intervención durante el diálogo en Miraflores a la ciudad. Allí se dieron los ejemplos que ofreció para demostrar que no hay presos por protestas cívicas, que ni siquiera hay protestas cívicas, sólo quema de preescolares, francotiradores, guayas y aceite en las vías. Y habló como si todavía estuviéramos en aquel abril del 2002, denunciando a la muerta y enterrada Radio Caracas Televisión como “un poder fáctico de un sector de la sociedad que oprime al pueblo”. Todos sus verbos fueron conjugados en pasado, una trampa semántica que le impide pasar a las propuestas que no tiene y que, además, sustenta su principal exigencia: el reconocimiento de las elecciones como única fuente de verdad, de sinceridad, de franqueza.
El 12 de abril, Elizabeth Fuentes escribió sobre la intervención de Aristóbulo: “de vez en cuando, se le notaba cierta nostalgia. Un leve gesto donde podría leerse: ¡Cuánto me gustaría estar de ese lado!” Al leer este fragmento tuve que levantar la mirada y tratar de comprender, cerrando los ojos como si estuviera preparándome para un sueño digestivo, por qué el más recalcitrante y sesgado expositor del gobierno es quien me inspira más cariño y esa “cierta nostalgia”, que es más provechosa que el rencor.
Las comparaciones son siempre odiosas, pero ayudan a comprender. En esa misma mesa de diálogo estaba Henri Falcón, quien tuvo la suerte de formarse en el período más prometedor del chavismo y buscar luego sus propios horizontes. Es una jugada peligrosa apartarse de una maquinaria que está en la plenitud de su poder y quedarse aislado. ¿Qué lo hizo cambiar? No lo sé. Sólo puedo dar testimonio de que el 10 de abril del 2014 lucía más despejado, más libre, más amplio y dispuesto a generar los grandes cambios que el país necesita. Fue el mejor expositor. Me impresionó su cadencia y su castellano.
La ruta de Aristóbulo fue inversa. Abandonó la estructura que él había ayudado a crear para sumarse a un poder que se iría haciendo cada vez más burocrático, corrupto e incompetente.Y ése es el tema que los oficialistas eludieron en la mesa. Repitieron mil veces que había que rechazar la violencia, pero ni una sola vez aceptaron que el país atraviesa un desastre insostenible, una situación que precede a la violencia y la alimenta con más fuerza que cualquier discurso e incitación.
Esta imperiosa necesidad de negar lo que todos sabemos me ayudó a comprender que quienes estaban sentados en aquella mesa representando al gobierno son las principales víctimas del chavismo, sus más responsables prisioneros, ahora sumidos en un único carril que se va hundiendo al escarbarlo ellos mismos con alabanzas y pruebas de fe. Lo que alguna vez fue un destino elegido se les va convirtiendo en una condena y los recursos de su extraordinaria riqueza los van haciendo pobres de espíritu, limitando su léxico a mantener una situación, a permanecer reviviendo espectros.
Si el mediocre es aquel incapaz de olvidar sus éxitos, ¿cómo llamar a quien celebra sus fracasos?
Supongo que nada hubiera cambiado si me hubiera acercado a Aristóbulo en el corredor de una de las casas más ancestrales de Caracas. Hay esencias que permanecen más allá de nuestros designios, como la luz del final de aquella tarde en Anauco y esas vistas al valle que parecen esfumarse, como exhaustas de tanta belleza.

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